Exibiendo su traza locomotiva, el graffitista se inventa una ciudad, dónde se perfilan sus fantasmas de identidad gracias a los cuales, el espera integrar su relación a los otros haciendose el objeto de su propia práctica. La calle no se distingue más en territorios, si no en momentos de historia, en tiempos, en pedazos, permitiendo a singularidades de derivar hacia aquello que los llama desde afuera. No en tanto que como una producción de una obra si no como lo que obra en ella, la calle pintada, secreta los excesos y las incertidumbres del adolescente incluyendo en una actualidad las figuras de una pulsión que de su poder arcaisante puede sublimarse.